Nuestra
vida está formada de la presencia marcada de muchas historias que forman parte
de una Historia, que toma sentido cuando no se limita a repetir el pasado, sino
que engendra novedad a partir de cuando se internaliza, se recrea y se saborea.
Esto
es lo que nos ha permitido la Pandemia, como regalo a las pequeñas comunidades,
religiosas: internalizar, saborear, gustar; creando una atmósfera de gracia en
la que nos ha enviado de vuelta a gestos, rituales y celebraciones, que
teníamos olvidadas, como el rezo de las horas litúrgicas con el libro "el
Dirnual".
En
"Guachu", la primera semana de la cuarentena, fue incomodo volver a
estar todas juntas todo el día, todos lo días; tuvimos que refrescar el encanto
de las relaciones fraternas, citar a S. Jn. Berchmans: «Mi mayor penitencia, la
vida común». Sin embargo, para facilitarnos la convivencia y mantener un clima
de respeto y cariño decidimos reorganizar el tiempo común, como ya teníamos las
comidas, fue sencillo compartir el resto de los detalles para mantener la casa
acogedora y en clima de ayuda para estar conectadas y sensibles al resto de lo
que estaba viviendo el mundo.

La
Pandemia puede ser poderosa, motivadora de cambio, hacia el interior de cada
una y del grupo comunitario, ella nos ha redirreccionado, nos ha traído de
vuelta a "casa", a merendar juntas, a sobremesa más larga, a
escucharnos sin prisa; quizás, a fortalecer nuestra identidad y devolvernos
reintegradas a la vida real, cuando este fenómeno haya acabado.
Creo que esta experiencia está significando
conocer, sentir y amar nuestro propio grupo en clave de Resurrección. Se trata
de un tiempo fortalecedor y jubiloso, aunque me hubiera gustado que para ello
no tuviera que morir tanta gente, que nosotras junto con la madre tierra, la
casa común, deberíamos celebrar.
Que
esta pandemia nos ayude a ver lo que todo el mundo ve, pero de un modo
diferente: que veamos más largo, más ancho, más lejos y más profundo…
Lucía P. Taveras Rivas. F.I
Comunidad Sur, Casa Maria de la Lucha, Guachupita.
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