Se
acercaba finales de abril y con esto la fecha indicada para celebrar la jornada
ignaciana. Muchos días de preparativos, pero ninguno como el jueves, día previo
al comienzo. Fue una tarde entre trabajo y diversión, desde pelar decenas de
mangos hasta terminar compartiendo acompañados de una guitarra.
Toda la expectativa estaba puesta en ese
viernes, pero lo que no imaginábamos era que nuestra vida tendría un giro de
180 grados, que algo se removería dentro de nosotras a tal punto de no volver a
ser las mismas.
Al profundizar en las heridas sociales, las heridas de nuestro mundo la que ha dejado la pandemia nos damos cuenta que también en nosotros han dejado y siguen dejando su marca; que muchas veces no somos capaces de enfrentarlas porque son muy dolorosas, pero tenemos la certeza de que Dios es un Padre bueno que siempre nos ayuda a curar nuestras heridas, a rehacernos de nuevo. También agradecemos porque pone personas que nos ayudan para poder reorientar nuestras heridas, y poder avanzar con nuestras vidas aunque tengamos las cicatrices a flor de piel, El nos da la fortaleza para seguir. 



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Para poder entrar en las heridas personales tomamos como símbolo la ruptura de una antigua sopera. Esta representaba un cúmulo de sentimientos negativos que retrasaban nuestro proceso de cicatrización. Esto fue punto de partida para que lográramos nombrar nuestras heridas y descifrar la huella que habían dejado en nosotras. Momentos de trabajo personal, de lágrimas en los ojos, de cuestionarnos todo y cuanto habíamos hecho, para luego lograr abrirnos y reconocer que poseemos la fortaleza para enfrentarlas y curarlas. Uno de los momentos que ha marcado la experiencia de la jornada a nivel personal y como grupo fue cuando quemamos nuestras heridas. Fueron instantes de muchas lágrimas, silencio, presencia de Dios, pues sentíamos que el fuego purifica eso que somos y que nos ayuda a reconstruirnos desde la ceniza y a sentirnos más fortalecidas para seguir caminando con la frente en alto aunque con corazón herido, pero con mucho deseo de vivir y darle nombre a esas heridas.
Fueron días de constante aprendizajes, de
compartir, de reír, de cantar, orar, de encuentro
con una misma, de comer, de acercarnos más al otro con una mirada
diferente, de perdonar, de aceptar errores, en fin, de crecer; y sobre todo, de
poder palpar eso que somos. Y cómo no agradecer a todas las personas que de una
forma u otra contribuyeron con esta experiencia y saber que “al final de la
vida llegaremos con la herida convertida en cicatriz”. Y finalmente, gracias a
Dios, por poner los instrumentos correctos en las manos correctas.
Experiencias
vivida de Diana Claudia, y Leyla Bayamo
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