miércoles, 20 de marzo de 2013

El DECÁLOGO del PAPA

Los cámaras de televisión del mundo entero, la prensa que llenaba la terraza del brazo de Carlo Magno en la columnata vaticana y los millones de habitantes del “continente digital” se sorprendieron cuando apareció en el balcón vaticano el Papa Francisco. Nada de un nuevo Rambo o una estrella de rock. Tampoco un rudo cowboy pragmático ni un sofisticado italiano de Curia. Más bien un latinoamericano sencillo, algo tímido y con una cruz plateada sobre el pecho, que miraba con un punto de asombro a la multitud que lo esperaba.
En esa figura de blanco que mendigaba oraciones se había producido la mayor transferencia de poder espiritual que conoce la Humanidad. De simple arzobispo emérito y cardenal elector había pasado a ser de súbito Vicario de Cristo en la tierra, Obispo de Roma, Sumo Pontífice, cabeza del Colegio Episcopal, Jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano, concentrando en su persona la más alta potestad de jurisdicción de la Iglesia. Un huracán de responsabilidades se precipitaba sobre sus espaldas y, de pronto, como en el Sinaí a Moisés, un nuevo Decálogo le era sugerido. Son los desafíos que ya está afrontando el Papa Bergoglio.

Desde mi modesto puesto de observador, los resumiría así :
1º) Levantar la temperatura espiritual de 195.671.000 (datos de 2010) católicos de todo el mundo. La Iglesia, si se me permite el símil, es una empresa de carácter espiritual, con un activo formado por la fe y la santidad de sus miembros, y un pasivo conformado por sus debilidades. De ahí que, el primer desafío para el nuevo Papa, sea lograr elevar la temperatura espiritual de esos mil doscientos millones de católicos dispersos por todo el mundo. Esto es, aumentar los activos espirituales de la Iglesia católica. El Papa Francisco se ha puesto en ello nada más ser elegido. En el balcón vaticano marcó el camino de la oración. En la Capilla Sixtina lo confirmó y en la misa de inauguración del ministerio cetrino lo reiteró : “Rezad por mí”.
2º) Abrir el mercado de las ideas a los valores del espíritu. O si se quiere, sacar al cristianismo de la periferia de la historia y situarlo en el centro del quehacer humano. Despertarlo de esa posición de repliegue sobre sí, que se llama la “enfermedad del absentismo”, ajeno e indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de sus contemporáneos, mientras la gran sociedad sigue su curso. Existe una cierta “banalización del mal”, que suele derivar en una sutil dictadura del relativismo.
Por Rafael Navarro-Valls

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