“ENCIÉNDEME: Para ser Testigo de tu Amor”
Cristopher Callejas
Después de varias horas de viaje desde Santo Domingo hasta la provincia de Elías Piña, provincia fronteriza con Haití, llegamos a nuestra primera parada, la comunidad de la Congregación Hijas de Jesús. Ahí nos trasladamos de una guagua confortable a un camión en el que usamos nuestros equipajes como asientos. Nuestro propósito era subir a la montaña, lugar de encuentro y de misión para esta Semana Santa.
El entusiasmo de los jóvenes misioneros me cautivó desde el principio. Se sentía su deseo por vivir libremente esta experiencia, sus miradas expresaban anhelos e inquietudes que fui descifrando con el pasar de los días. Nos convertimos en una comunidad de personas convocadas por el Señor para ser testigos de su Pasión, Muerte y Resurrección.
Gestos de esperanza en la montaña
Mientras subíamos la montaña, el paisaje se volvía vacío, pero espectacular. En cada curva se descubría un paisaje que hacía temblar de emoción. Nos estábamos alejando del bullicio de la cotidianidad. Me acercaba a la experiencia de una Semana Santa distinta. En el camino los pobladores dominicanos-haitianos nos saludaban con alegría, como si ya nos conociesen de algún lugar, mi mirada comenzaba a percibir los primeros gestos de esperanza.
Visitamos cuatro comunidades: El Valle, La Laguna, Rosa la Piedra y Plan Café. El agua es uno de los recursos del que más carecen los pobladores, seguido de la educación y el acceso a atención médica, los alimentos también suelen conseguirse con dificultad; con suerte la gente logra comer una vez al día. Sin embargo, en cada una de estas comunidades, el amor de Dios de gestó de manera distinta.
Desde el Jueves Santo, los jóvenes recorrimos los caminos para compartir una catequesis y hacer memoria viva de lo que la Semana Santa significa para los creyentes. Brotaron signos de fe y vida que se quedaron enraizados en cada comunidad. Los juegos que realizamos no solo alegraban el corazón de los pequeños, sino que también dibujaban sonrisas en sus rostros hambrientos. Se les notaba el hambre no solo de pan sino de un amor sincero y esperanzador, una esperanza anhelada de Dios.
La montaña y las vidas de todas las personas fueron parte importante del misterio de Dios. Habían jóvenes que se levantaban muy temprano en el frío de las mañanas, oraban el paso de Dios por sus vidas, luego se disponían a desayunar una deliciosa taza de chocolate con pan. Esta disposición habría las puertas al encuentro diario con Jesús.
Tuve la suerte de contar en el camino diario con la compañía fraterna de varios jóvenes:
Gabriela, una joven sonriente y amable, estudiante de psicología. Cada día ella estaba dispuesta a buscar a los niños de casa en casa para que nadie se quedara sin asistir a los encuentros.
Laury, quien está cursando la carrera de publicidad, fue la coordinadora de nuestro grupo. Es una joven con una alma sensible, un corazón afable e inquieto.
Israel era la energía andante, con un gusto peculiar por la cocina y con un servicio sin cansancio.
Braian, quien a pesar de su dificultad con la columna participó de la misión y se disponía a caminar para jugar con los pequeños.
Beulah, una hermana religiosa Hija de Jesús quien durante años ha colaborado en la ardua misión de su congregación.
Yordi, un niño inquieto; Yésica, con una sonrisa serena; y Lina, con su mirada peculiar, nos abrieron el camino hacia la misión desde el primer día.
La Transfiguración en el rostro de la gente
Vivir esta misión en la montaña me hizo recordar la escena del Evangelio según san Mateo en que Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos: poniéndose su rostro brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz (Mt 17, 1-2). Durante esta Semana Santa, la Transfiguración del Señor se expresó en los ojos brillantes de los niños y en las abuelas que caminaron junto a nosotros en el Viacrucis. La Pasión del Señor se hizo carne entre nosotros.
Para el sábado en la tarde, el Resucitado ya se hacía presente entre el gozo y la energía de los jóvenes misioneros y los niños que nos habíamos reunidos para celebrar la Pascua. Al terminar la celebración, compartimos un arroz con leche que los pequeños disfrutaron con mucho agradecimiento. El Espíritu del Resucitado se representó en la gratitud viva que sentimos en un momento de baile que todos disfrutamos.
A la mañana del domingo, los misioneros bajamos de la montaña con el Resucitado. En mi interior, yo me despedí de la montaña y de sus habitantes, agradecido por haberme mostrado el rostro misericordioso y amoroso de Dios, con el deseo y la esperanza de volver a esas tierras de nadie.