Estos días asistimos, estremecidos, a las noticias sobre la violencia
radical en el norte de Irak, donde miles de cristianos están siendo
sistemáticamente masacrados en nombre de un islamismo radical. También nos toca
reflexionar sobre la labor y los límites de las opciones humanitarias de tantos
hombres y mujeres que, de distintas maneras, trabajan con otros y por
otros en lugares de frontera. La epidemia del ébola, todo ello invita a pensar.
El evangelio nos llama a dar la vida. Dar la vida no es morir, sino
amar. Aunque a veces la muerte sea parte del compromiso y consecuencia de ese
amor. La vida se da cada día, de tantas formas. El propio Jesús dio la
vida, y lo hizo no solo muriendo en una cruz, sino cada día de su historia, en
los caminos, en el encuentro con las personas, en su incesante actividad para
proponer una sociedad diferente, una ley al servicio del ser humano y un nuevo
rostro de Dios.
Y ahí tenemos una pregunta, que cada uno necesitamos hacernos alguna
vez. De qué manera, cómo y a quién estoy dando mi vida. De qué manera el
compromiso con el evangelio me lleva a poner toda la carne en el asador, e ir
poniendo en juego fuerzas, ilusiones, proyectos y tiempo. De qué manera acepto
un compromiso que me pondrá en tesituras complicadas, y me enfrentará con el
conflicto, con la incomprensión o con el rechazo. De qué manera amo. Y hasta
qué punto la actividad es misión y no tan solo “trabajo”.
Hay un punto de desproporción entre estas preguntas personales y la
realidad tremenda de estas personas en situaciones trágicas. Pero quizás hay
también algo de responsabilidad aterrizada si, al hilo de esas historias,
dejamos que se zarandeen las propias inercias, y nos preguntamos por la
seriedad y la radicalidad concreta con la que estamos dando la vida.
José Mª R. Olaizola sj
No hay comentarios:
Publicar un comentario