Es imposible competir con la fealdad de Dacca. La capital de Bangladesh es el caos hecho ciudad, un amasijo de edificios inacabados, amontonados sin plan urbanístico alguno, que tratan de cobijar a unos 14 millones de habitantes. Solo la mitad son residentes oficiales. El resto ha llegado, procedente de los cuatro puntos cardinales de uno de los países más pobres del planeta, con la esperanza de darle un mordisco al 6% de crecimiento económico, un porcentaje que llena de orgullo al Gobierno y que convierte a la antigua Pakistán Oriental en uno de los ejemplos más exitosos del milagro económico del subcontinente indio.
Pero a los emigrantes rurales no se les encuentra en los relucientes centros comerciales que sirven de oasis de tranquilidad a la emergente clase media. No, hay que bregar con un tráfico imposible durante al menos una hora para dar con ellos en el cinturón industrial de Ashulia. Allí, cientos de miles de personas cuecen ladrillos con técnicas propias de la Edad Media, dan forma a pucheros, pegan suelas de zapato y, los más afortunados, tejen prendas de vestir en alguna de las innumerables fábricas que componen la Zona de Procesamiento de Exportaciones (EPZ, en sus siglas en inglés), escenario de las mayores tragedias de la industria textil del país.
Pero a los emigrantes rurales no se les encuentra en los relucientes centros comerciales que sirven de oasis de tranquilidad a la emergente clase media. No, hay que bregar con un tráfico imposible durante al menos una hora para dar con ellos en el cinturón industrial de Ashulia. Allí, cientos de miles de personas cuecen ladrillos con técnicas propias de la Edad Media, dan forma a pucheros, pegan suelas de zapato y, los más afortunados, tejen prendas de vestir en alguna de las innumerables fábricas que componen la Zona de Procesamiento de Exportaciones (EPZ, en sus siglas en inglés), escenario de las mayores tragedias de la industria textil del país.
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