El nombramiento del cardenal Bergoglio como sucesor de Benedicto XVI ha causado sorpresa en la propia Compañía de Jesús. Y es que entre las reglas ignacianas está la de rechazar títulos y dignidades eclesiásticas. El propio Ignacio de Loyola se opuso frontalmente a que el Papa Pablo III nombrara obispos a los jesuitas Diego Laínez y Francisco de Borja, porque el carisma de la Compañía fundada por él en 1540 era el de viajar y extender por el mundo el Evangelio, labor para la cual se requería a hombres libres de otras ataduras eclesiales.
Pese al estricto cumplimiento de esta regla, a lo largo de la historia, algunos religiosos de esta orden se han visto excepcionalmente obligados a aceptar la dignidad de obispos en territorios en misión, cuando no existe una Iglesia fuerte, sino frágil y naciente; nombramiento que ellos entienden como servicio especial y no como dignidad eclesiástica. Con el tiempo, la obediencia debida al Sumo Pontífice hizo que los jesuitas Carlo María Martini y Jorge Mario Bergoglio aceptaran ser nombrados arzobispos de Milán y Buenos Aires, respectivamente, ante la petición expresa de Juan Pablo II por la especial relevancia adquirida por los religiosos.
Pero la relación de la Compañía de Jesús con la Santa Sede no ha sido siempre fácil. Los jesuitas, que desde su fundación se habían extendido por el mundo como una mancha de aceite y cuyo poder era tan grande como las rencillas y envidias que despertaban dentro de la Iglesia, vivieron su etapa más oscura en el siglo XVIII, en el que pasaron de ser los paladines del Papa y confesores de reyes y nobles a extinguirse como congregación religiosa tras el edicto de supresión promulgado por Clemente XIX en 1773. Aunque, para ser exactos y fieles a la historia, hay que señalar que la Compañía de Jesús no fue extinta en su totalidad, ya que en una zona de la llamada 'Rusia blanca' la reina Catalina no acató el edicto papal y un reducto de jesuitas mantuvo en pie la orden, que luego fue restablecida en 1814 por Pío VII.
Pese al estricto cumplimiento de esta regla, a lo largo de la historia, algunos religiosos de esta orden se han visto excepcionalmente obligados a aceptar la dignidad de obispos en territorios en misión, cuando no existe una Iglesia fuerte, sino frágil y naciente; nombramiento que ellos entienden como servicio especial y no como dignidad eclesiástica. Con el tiempo, la obediencia debida al Sumo Pontífice hizo que los jesuitas Carlo María Martini y Jorge Mario Bergoglio aceptaran ser nombrados arzobispos de Milán y Buenos Aires, respectivamente, ante la petición expresa de Juan Pablo II por la especial relevancia adquirida por los religiosos.
Pero la relación de la Compañía de Jesús con la Santa Sede no ha sido siempre fácil. Los jesuitas, que desde su fundación se habían extendido por el mundo como una mancha de aceite y cuyo poder era tan grande como las rencillas y envidias que despertaban dentro de la Iglesia, vivieron su etapa más oscura en el siglo XVIII, en el que pasaron de ser los paladines del Papa y confesores de reyes y nobles a extinguirse como congregación religiosa tras el edicto de supresión promulgado por Clemente XIX en 1773. Aunque, para ser exactos y fieles a la historia, hay que señalar que la Compañía de Jesús no fue extinta en su totalidad, ya que en una zona de la llamada 'Rusia blanca' la reina Catalina no acató el edicto papal y un reducto de jesuitas mantuvo en pie la orden, que luego fue restablecida en 1814 por Pío VII.
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